Julio Burdman, 29.07.2021
La reactividad, o capacidad de respuesta, es un problema teórico y práctico de las democracias. Se refiere a cómo, cuánto y qué tan bien responden los gobiernos, y la política en general, a los desafíos de la realidad social. Esto tiene varias dimensiones, pero en general preocupan dos: la reactividad representativa, y la de gestión.
La primera tiene que ver con el grado de sensibilidad y reacción de la política a lo que pasa en “la calle”: las demandas, las preferencias de la opinión pública, el malestar social. Una de las ventajas de la democracia es que la reactividad representativa existe. En las dictaduras, los que mandan pueden ser totalmente prescindentes de los problemas sociales, ya que la gente no vota o sus opiniones no son atendidas. Defendiendo la tesis de la ventaja, el economista Amartya Sen explicó por qué en las democracias no hay hambrunas: los políticos podrán tener muchos defectos, pero no permiten que sus propios votantes se mueran de hambre.
Pero más allá de estos casos extremos, también es perfectamente posible que en una buena democracia la reactividad representativa sea lenta. Sucede cuando políticos anquilosados en sus despachos se vuelven demasiado confiados en su conocimiento de lo que supuestamente ocurre “afuera”, y comienzan a prestar poca atención a los cambios sociales. O negarlos. De hecho, esto sucede muy seguido. Los políticos que llegan alto suelen ser personas talentosas e inteligentes, pero con un ego elevado, y uno de sus errores más frecuentes es creer que los votos que recibieron fueron dirigidos a él, o ella. Como si el contexto no contase.
Por otra parte, la reactividad de gestión se refiere a cómo se resuelven las exigencias del gobierno administrativo del Estado, y está en tensión con la anterior. Es el plano de las decisiones difíciles. Muchas veces, quienes miran la política desde afuera creen que los gobernantes “no entienden” de cuestiones económicas, jurídicas o internacionales, y rifan la suerte colectiva por ineptitud o ignorancia. Esto puede ocurrir, y algo de eso vimos -aquí y en otros países- en el combate de algo tan imprevisto y desconocido como el coronavirus. Pero en la mayoría de los casos, el problema no es la incompetencia técnica, sino el dilema político. Quienes gobiernan suelen conocer los problemas económicos, o tienen asesores que los ayudan a entender las diferentes opciones, pero a veces tienen las manos atadas para resolverlos. Algunos macroeconomistas llaman “populismo” a la reticencia del gobernante a tomar una decisión socialmente costosa, pero en realidad se trata de casos de lenta reactividad de gestión por razones políticas.
A diferencia de otros países suramericanos, que están atravesando tiempos explosivos, la política argentina de 2021 se está caracterizando por la moderación y la prudencia de su dirigencia en la gestión de la crisis, y por la fortaleza y estabilidad de las coaliciones políticas mayoritarias. Y al mismo tiempo, por una baja reactividad política a la cuestión social.
Comencemos por las buenas noticias. Mientras que en la mayoría de los países de la región el sistema partidario se fragmenta en docenas de pedazos, y aparecen nuevas izquierdas y nuevas derechas que capturan muchos votos, en Argentina todo indica que las dos grandes coaliciones, Todos y Juntos, van a quedarse con 4 de cada 5 votos en las elecciones legislativas. Esto se debe, en buena medida, a que las coaliciones tienen liderazgos habilidosos, que se mueven en dirección de mantenerlas unidas e incluso hacerlas crecer. Cristina Kirchner y Mauricio Macri, que contribuyeron a polarizar la política argentina en el pasado, hoy están ayudando a la consolidación de sus respectivos espacios. El Frente de Todos, a pesar de las condiciones adversas, logró que nadie se vaya; inclusive muchos gobernadores, que tienen incentivos para tomar distancia de la Rosada, siguen adentro gracias al apagado temprano de algunos focos de incendio. Y los cambiemitas no solo se mantuvieron Juntos, sino que lograron sumar a quienes estaban afuera, como Manes, López Murphy, Stolbizer, “peronistas republicanos” varios y “outsiders” mediáticos. Utilizando a fondo el recurso que proveen las primarias abiertas.
Finalmente, otro dato saliente de la política argentina de estos días es que en estas dos grandes coaliciones se imponen las tendencias centristas. Cristina Kirchner confirmó, días atrás, que es ella la garante de última instancia de la moderación fiscal de Guzmán, y del cumplimiento puntual de los pagos al FMI. Y moderados y palomas se impusieron a la hora de los armados de las listas. Macri se fue a España para confirmar que la ruta electoral de Juntos en CABA y PBA está en manos de Rodríguez Larreta, y lo mismo cabe a los “cabezas de lista albertistas” en los principales distritos.
Ahora bien, ¿acaso todo este enorme esfuerzo político de Todos y Juntos por estabilizarse, consolidarse y ocupar el centro, no es en alguna medida responsable de la baja reactividad política al clima que se vive afuera del palacio? Los niveles de malestar social y pesimismo que muestran las encuestas, que son totalmente comprensibles al observar la pauperización, la devaluación y la parálisis económicas, no se ven atendidos por ahora en la campaña electoral, donde hay baja renovación y cuyos principales protagonistas se ven obligados a justificarse todo el tiempo.
Argentina vive hoy problemas tan graves como en 1989 o 2001. Y ambas crisis se caracterizaron por una fuerte renovación de las dirigencias y los discursos. En esta oportunidad, lo nuevo es que no es el recambio, sino una milagrosa estabilidad política la que se enfrenta con una sociedad que necesita respuestas contundentes, propuestas y liderazgos audaces para sacarla del laberinto socioeconómico en que se encuentra. No es la grieta, ni la pandemia, ni la sociedad del conocimiento, ni las pistolas taser, ni mucho menos el lawfare: más que nunca, la economía de la vida cotidiana es la demanda excluyente. Y los precandidatos de las dos coaliciones arrancan con pocos recursos e ideas al respecto.
Frente a este dilema, los líderes de Todos y Juntos pueden verse tentados a ensayar una especie de retorno a las fuentes: repetir las campañas respectivamente triunfantes -las de 2019 y 2015. Eso tal vez sirva para salir del paso esta vez, pero es una estrategia que no está llamada a durar hasta 2023. El problema presente de la baja reactividad política al malestar social, puede convertirse en poco tiempo en un divorcio entre política y sociedad. Y entonces sí, toda la estabilidad que hoy observamos en el proceso electoral de 2021 no habrá sido otra cosa que un castillo de naipes./